Las palabras, aquellas que ordenan, describen, catalogan, dan sentido racional a un sinfín de manifiestos que conforman el universo que habitamos, tanto interior como exterior. El lenguaje pictórico, en la ausencia de una figuración narrativa, expresa aquellos mundos enmarañados y complejos inertes al ser humano; tarea que la palabra, en su afán definitorio, acaba por limitar.
Mi punto de partida es, entonces, la acción. Sin recurrir a la planificación previa ni al desarrollo de un motivo preciso, más bien se impulsa a través de un viaje interior que no busca arribar a un destino preciso sino hacerse en su propio andar.
De este modo, como una marea que arrasa y al decantar deja su rastro, queda plasmado en la tela un caudal de manifiestos interiores. Imágenes alternas del inconsciente o realidades exteriores que impactan mi campo sensorial, son digeridas e integradas, de adentro hacia afuera y viceversa, para luego revelarse en gestos abstractos que devienen de este proceso.
En esa línea y sin más pretensiones que la pintura se vuelva acto y objeto en sí mismo, me pregunto acaso si ante la ausencia de la palabra y la forma, podré reconstruir, entonces, una nueva verdad posible.